EN UNA CAFETERÍA DE SANTA FE
Hace algunos años decidí experimentar con mi idea
del juego, del aprender y del compartir. Sentí que todos podíamos vivir en un
cuento como yo solía hacerlo en mi vida cotidiana.
La primera experiencia la viví con mi hijo, desde
muy pequeño teníamos un juego, al volver del jardín de infantes, entre sus dos
y cuatro años, siempre me pedía “un cuento de la cabeza”.
No me pregunten cómo pero unos cuántos años después
me encontraba sentada en una mesa de una cafetería en la ciudad de Santa Fe,
esperando a la directora de una escuela primaria de la localidad de San
Jerónimo Norte, con quién organizaríamos un trabajo en base a Caramelandia, una
obra de teatro para niños de primera infancia, que yo había escrito luego de
jugar días y días y días con mi hijo (Lautaro) y los cuentos al regresar del
jardín.
Lo que decidimos juntas en aquel momento, fue
proponer un juego que tuviera sus bases en la magia del cuento, y que
permitiera explorar claramente los talentos de esos niños que habiendo sido
siempre muy estimulados, reclamaban más.
El trabajo propuesto desde la base de esta obra de
teatro, nos permitía transitar distintas variables, para que en la escuela
apareciera el juego, la lectura, el teatro, la utilización de medios digitales,
los conceptos del compartir y cocrear. Si bien había una programación
didáctica, esas docentes sabían sobre la estimulación que ya venían experimentando
con esos niños, y estaban dispuestas a entregarse al juego ya que en él creían,
y él nos enseñaría por fin sobre la esencia de todos.
Tal vez ustedes ya se estén preguntando cómo
ocurrió todo eso… y qué fue exactamente lo que pasó luego en San Jerónimo Norte.
Una de las cosas que comprendimos al ir
desarrollando el proyecto fue que “al mismo tiempo y obligatoriamente” teníamos
que ocuparnos de nosotros mismos… de los que, por esos días, estábamos
oficiando de educadores. Supimos también
que debíamos ser buenos, sensibles, amorosos y alegres con este adulto que no
siempre estaba dispuesto a jugar; y que lo iríamos haciendo junto a los niños.
Y ASÍ NOS ANIMAMOS A JUGAR… Y APRENDER.
A la semana del encuentro con aquella mágica
directora de escuela, Mónica Criscione, se sumó un sueño que dirigía la
búsqueda en un solo sentido, y hacia allí fuimos.
El lugar como les dije, era un pueblo llamado San Jerónimo Norte y según la época
del año huele a azahares, a pasto fresco
o a lluvia. La gente es amable,
observadora y curiosa… ¡¡“buenos condimentos”, pensé yo!!
Los chicos ya me conocían, habíamos trabajado
juntos en varias oportunidades, desde los cuentos y la narración oral. Así que al llegar y reencontrarnos, les conté
sobre un sueño extraño que mi hijo, ya todo un hombre de 22 años había tenido. En él, uno de los miembros de aquel reino, se le aparecía solicitándole
ayuda para encontrar un libro que se les había extraviado con todas las recetas
de Caramelandia. Aquello, era por demás llamativo,
ya que aparecía por primera vez un punto de contacto entre la fantasía y la
realidad.
Y una vez más me pregunté a mi misma… ¿Cuál era la
fantasía y cuál la realidad? ¿Quién era yo para decidir y juzgar que categoría
adjudicarle a cada mundo?
En ese instante reconocí que todo el tiempo
estábamos juzgando y que éramos nosotros, tan alejados de nuestro propio niño
interior, los que necesitábamos la división para poder encontrarnos “a salvo”
en uno de esos mundos y “estructurados y seguros” en el otro. Entonces, ¿en qué mundo estaba yo y el resto
de esos maestros y maestras eligiendo vivir aquella experiencia?
Fueron los niños, los que nos invitaron a jugar a
todos nosotros y allí comenzó el verdadero aprendizaje.
Hubo todo tipo de reacciones y comentarios. Me
sorprendió gratamente, por diferentes motivos que apreciaremos juntos, percibir
de los más grandes de la escuela: diez, once y doce años, que todo el juego
planteado era factible, y ya querían empezar a jugar; a diferencia de esto, los
más pequeños fueron los que pusieron ciertos reparos en CREER la historia, pero
ellos mismos crearon las justificaciones para seguir adelante.
No había dudas, la acción era lo requerido. Y esa “acción”, comenzaba por un sistema de
correo con cartas escritas en papel y de puño y letra, por todos los
“habitantes” de la escuela ya que este era el medio que encontramos para ir
comunicándonos todo lo que se nos ocurriera sobre la posible localización de
“aquel incunable”. El buzón (*) estaría
en la biblioteca y la bibliotecaria sería la encargada de recibir las cartas y
fiscalizar su reparto, ya que algún niño podría querer comentar sus “teorías” a
otro niño o a su maestra, o la directora de la escuela. Cabe mencionar que la
citada herramienta elegida, colaboró en confesiones amorosas de un rubiecito
pecoso de quinto grado a una morocha de trenzas de sexto… y eso fue una de las
tantas maravillas que ocurrieron sin proponérnoslo.
Los niños más pequeños, que oscilaban entre los
seis y los ocho, pusieron algunos reparos, como por ejemplo, dudar sobre la
existencia del mencionado reino y sólo si existían datos sobre él en el portal
más utilizado de internet, lo creerían. La duda quedó sembrada, pero sólo duró
veinticuatro horas, ya que al día siguiente, los pequeños investigadores
trajeron impreso todo lo encontrado en Google sobre EL REINO DE CARAMELANDIA y
allí todo comenzó a tomar forma y la credibilidad pasó de un sesenta por ciento
a un cien SIN ESCALAS y todo tomó una dimensión que ni siquiera los que
proponíamos el juego, imaginábamos.
(*) EL BUZÓN: el lenguaje utilizado durante todo el proyecto
tuvo que estar ajustándose paso a paso; tal vez se pregunten por qué. La
primera duda surgió cuando en segundo grado comenté que existiría UN BUZÓN para
depositar las cartas que ellos escribirían, y vi sus gestos de
incomprensión. Esto me obligó a
preguntar si me entendían, si sabían lo que era un buzón… y la respuesta fue
que sí, que era el lugar por donde entraban los mails en la computadora.
Me pareció oportunísima la situación para jugar
también con el lenguaje, y entonces recordé que Caramelandia tenía su propio
alfabeto. Pronto los chicos se habían
vuelto expertos en ese nuevo idioma y ya escribían cartas con él. Por supuesto, nosotros los adultos, tuvimos
que aprenderlo rápidamente para saber qué contaban los chicos.
El juego comenzó a agrandarse cuando los más
pequeños llevaron la historia de lo que estaba ocurriendo al hogar. A los pocos días, abuelas y abuelos empezaron
a acercarse a la escuela, por su propia voluntad, con recetas familiares en
mano, porque sus nietos habían informado que en la escuela estaban buscando un
libro de recetas dulces. La tarea ya
había tomado más color y empezando por los mayores, habíamos iniciado la
realización de algunas golosinas, sólo para sentirnos más “dulcemente
acompañados” en la búsqueda. Todo lo que
realizábamos era para compartir, así que los alfajores de dulce de leche que
hicieron los más grandes debían alcanzar para toda la escuela, así como los
medallones de chocolate, también.
Al promediar el paso de los días de aquel mundo en
el que estábamos sumergiéndonos, me pareció totalmente comprensible que fueran
las abuelas y abuelos, los que se hubieran integrado al juego primero, ya que
ellos habían logrado volver a ese maravilloso niño interior. Éramos nosotros,
los adultos “activa y socialmente aptos” los que seguíamos resistiéndonos a la
alegría de lo primigenio, incluso después de haber descubierto que la realidad
cotidiana la estábamos construyendo nosotros, viviendo cuatro horas al día
dentro de Caramelandia, digo… de la escuela.
Las consultas de los abuelos se fueron incrementando y entonces
propusimos, que ellos mismos se acercaran a la escuela a contarles “de boca en
boca” a sus nietos sobre las historias familiares y la cocina. Esos encuentros fueron únicos y mágicos (sin
necesidad de aclarar donde estaba la magia…).
Todas las tareas cotidianas de la escuela
comenzaron a tener que ver con ese mundo perfecto y así una clase de
matemáticas de los niños de cuarto grado, se convirtió en descubrir las proporciones de las recetas que
estábamos elaborando, cómo multiplicarlas si queríamos hacer más alfajores o
cómo dividirlas si cambiábamos los gustos. En geografía de segundo grado,
exploraban los mapas para imaginar dónde podría estar Caramelandia en este
bello planeta que habitábamos… o cuando en sexto grado los alumnos usaron la
clase de computación para diseñar una campaña para la búsqueda del famoso
libro.
A los pocos días me sorprendí al caminar por las
calles del pueblo e ir encontrándome con un sin número de padres, tíos,
abuelas, que se acercaban a preguntar informalmente, dónde debían “comprar”
aquel libro del cual los chicos hablaban tanto. Mi respuesta era siempre la
misma: “no está a la venta, está perdido y debemos encontrarlo”. En general la insistencia y la necesidad de
que la historia tuviera un sostén formal, me cortaba el paso… “¿está segura que
no podemos pedirlo en Buenos Aires?”.
¡Todos estábamos jugando!
Y APARECIÓ!!
La “búsqueda” del libro perdido de Caramelandia,
nos llevó tres meses de juegos, caos, sorpresas e infinidad de aprendizajes
para TODOS los que participábamos. No olvidaré jamás el día que el libro
apareció; habíamos salido en su búsqueda, en nombre de toda la escuela, el
grupo completo de tercer grado, los niños de ocho años con sus maestras. Al llegar al sitio donde podría encontrarse,
hicimos todas las preguntas de rigor que nos permitían ir avanzando hacia
nuestra ansiada meta; finalmente una vieja habitación en el fondo de una casa
añeja del pueblo, contenía una gran cantidad de libros viejos en cajas… nos
tomamos el tiempo de abrirlas hasta hallarlo. La ALEGRÍA fue única, y mientras
todos los chicos querían tocarlo y tenerlo en sus manos, pronto alguien dijo:
“préstenselo a Karem!!”. Karem es una
dulcísima y brillante niña ciega. Ella
lo tomó en sus manos, lo olió y sentenció: ES ESTE!!
Pronto, todos hacían lo mismo; todos queríamos
experimentar esa alegría con todos los sentidos. Karem nos estaba enseñando otra forma de
disfrutar y de mirar.
Hoy, casi seis años después de ese jugar, creer,
disfrutar y crecer, comencé a averiguar entre esos niños algo más grandes, ya
adolescentes qué recordaban de la experiencia, y comenzaron a llegar las
respuestas que iré compartiendo sólo para subrayar una vez más que LA
IMAGINACIÓN AL PODER es lo único a lo que debemos aspirar para el mundo de paz
que deseamos, llegue.
Lautaro Lasso: estaba en ese momento en 2° y hoy ya
termina su escuela con 12 años:
Hola me
acuerdo que yo estaba muuuy entusiasmado y con mis amigos no parábamos de
imaginarnos cosas, yo daba vuelta mi pieza y por más que siempre buscaba en el
mismo lugar me daba igual porque de mi cabeza no salía que yo tenía que
encontrar ese libro; siempre esperaba el momento para que me respondas esas
cartitas en las que te preguntabas infinidades de cosas que vos con muchísimo
amor nos respondías. El día que nos enteramos donde estaba, era en la casa de
un hombre que le dicen Vaguito, en el sótano de esa casa. Te mando besos: Lauti
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