domingo, 1 de mayo de 2016

"EL REINO DE CARAMELANDIA" SIGUE ILUMINANDO

EN UNA CAFETERÍA DE SANTA FE

Hace algunos años decidí experimentar con mi idea del juego, del aprender y del compartir. Sentí que todos podíamos vivir en un cuento como yo solía hacerlo en mi vida cotidiana.
La primera experiencia la viví con mi hijo, desde muy pequeño teníamos un juego, al volver del jardín de infantes, entre sus dos y cuatro años, siempre me pedía “un cuento de la cabeza”.
No me pregunten cómo pero unos cuántos años después me encontraba sentada en una mesa de una cafetería en la ciudad de Santa Fe, esperando a la directora de una escuela primaria de la localidad de San Jerónimo Norte, con quién organizaríamos un trabajo en base a Caramelandia, una obra de teatro para niños de primera infancia, que yo había escrito luego de jugar días y días y días con mi hijo (Lautaro) y los cuentos al regresar del jardín.
Lo que decidimos juntas en aquel momento, fue proponer un juego que tuviera sus bases en la magia del cuento, y que permitiera explorar claramente los talentos de esos niños que habiendo sido siempre muy estimulados, reclamaban más.
El trabajo propuesto desde la base de esta obra de teatro, nos permitía transitar distintas variables, para que en la escuela apareciera el juego, la lectura, el teatro, la utilización de medios digitales, los conceptos del compartir y cocrear. Si bien había una programación didáctica, esas docentes sabían sobre la estimulación que ya venían experimentando con esos niños, y estaban dispuestas a entregarse al juego ya que en él creían, y él nos enseñaría por fin sobre la esencia de todos.
Tal vez ustedes ya se estén preguntando cómo ocurrió todo eso… y qué fue exactamente lo que pasó luego en San Jerónimo Norte.
Una de las cosas que comprendimos al ir desarrollando el proyecto fue que “al mismo tiempo y obligatoriamente” teníamos que ocuparnos de nosotros mismos… de los que, por esos días, estábamos oficiando de educadores.  Supimos también que debíamos ser buenos, sensibles, amorosos y alegres con este adulto que no siempre estaba dispuesto a jugar; y que lo iríamos haciendo junto a los niños.




Y ASÍ NOS ANIMAMOS A JUGAR… Y APRENDER.

A la semana del encuentro con aquella mágica directora de escuela, Mónica Criscione, se sumó un sueño que dirigía la búsqueda en un solo sentido, y hacia allí fuimos.
El lugar como les dije, era un pueblo  llamado San Jerónimo Norte y según la época del año huele  a azahares, a pasto fresco o a lluvia.  La gente es amable, observadora y curiosa… ¡¡“buenos condimentos”, pensé yo!!
Los chicos ya me conocían, habíamos trabajado juntos en varias oportunidades, desde los cuentos y la narración oral.  Así que al llegar y reencontrarnos, les conté sobre un sueño extraño que mi hijo, ya todo un hombre de 22 años había tenido.  En él, uno de los miembros  de aquel reino, se le aparecía solicitándole ayuda para encontrar un libro que se les había extraviado con todas las recetas de Caramelandia.  Aquello, era por demás llamativo, ya que aparecía por primera vez un punto de contacto entre la fantasía y la realidad.
Y una vez más me pregunté a mi misma… ¿Cuál era la fantasía y cuál la realidad? ¿Quién era yo para decidir y juzgar que categoría adjudicarle a cada mundo?
En ese instante reconocí que todo el tiempo estábamos juzgando y que éramos nosotros, tan alejados de nuestro propio niño interior, los que necesitábamos la división para poder encontrarnos “a salvo” en uno de esos mundos y “estructurados y seguros” en el otro.  Entonces, ¿en qué mundo estaba yo y el resto de esos maestros y maestras eligiendo vivir aquella experiencia?
Fueron los niños, los que nos invitaron a jugar a todos nosotros y allí comenzó el verdadero aprendizaje.



Hubo todo tipo de reacciones y comentarios. Me sorprendió gratamente, por diferentes motivos que apreciaremos juntos, percibir de los más grandes de la escuela: diez, once y doce años, que todo el juego planteado era factible, y ya querían empezar a jugar; a diferencia de esto, los más pequeños fueron los que pusieron ciertos reparos en CREER la historia, pero ellos mismos crearon las justificaciones para seguir adelante.
No había dudas, la acción era lo requerido.  Y esa “acción”, comenzaba por un sistema de correo con cartas escritas en papel y de puño y letra, por todos los “habitantes” de la escuela ya que este era el medio que encontramos para ir comunicándonos todo lo que se nos ocurriera sobre la posible localización de “aquel incunable”.  El buzón (*) estaría en la biblioteca y la bibliotecaria sería la encargada de recibir las cartas y fiscalizar su reparto, ya que algún niño podría querer comentar sus “teorías” a otro niño o a su maestra, o la directora de la escuela. Cabe mencionar que la citada herramienta elegida, colaboró en confesiones amorosas de un rubiecito pecoso de quinto grado a una morocha de trenzas de sexto… y eso fue una de las tantas maravillas que ocurrieron sin proponérnoslo.
Los niños más pequeños, que oscilaban entre los seis y los ocho, pusieron algunos reparos, como por ejemplo, dudar sobre la existencia del mencionado reino y sólo si existían datos sobre él en el portal más utilizado de internet, lo creerían. La duda quedó sembrada, pero sólo duró veinticuatro horas, ya que al día siguiente, los pequeños investigadores trajeron impreso todo lo encontrado en Google sobre EL REINO DE CARAMELANDIA y allí todo comenzó a tomar forma y la credibilidad pasó de un sesenta por ciento a un cien SIN ESCALAS y todo tomó una dimensión que ni siquiera los que proponíamos el juego, imaginábamos.

(*) EL BUZÓN: el lenguaje utilizado durante todo el proyecto tuvo que estar ajustándose paso a paso; tal vez se pregunten por qué. La primera duda surgió cuando en segundo grado comenté que existiría UN BUZÓN para depositar las cartas que ellos escribirían, y vi sus gestos de incomprensión.  Esto me obligó a preguntar si me entendían, si sabían lo que era un buzón… y la respuesta fue que sí, que era el lugar por donde entraban los mails en la computadora.



Me pareció oportunísima la situación para jugar también con el lenguaje, y entonces recordé que Caramelandia tenía su propio alfabeto.  Pronto los chicos se habían vuelto expertos en ese nuevo idioma y ya escribían cartas con él.  Por supuesto, nosotros los adultos, tuvimos que aprenderlo rápidamente para saber qué contaban los chicos.

El juego comenzó a agrandarse cuando los más pequeños llevaron la historia de lo que estaba ocurriendo al hogar.  A los pocos días, abuelas y abuelos empezaron a acercarse a la escuela, por su propia voluntad, con recetas familiares en mano, porque sus nietos habían informado que en la escuela estaban buscando un libro de recetas dulces.  La tarea ya había tomado más color y empezando por los mayores, habíamos iniciado la realización de algunas golosinas, sólo para sentirnos más “dulcemente acompañados” en la búsqueda.  Todo lo que realizábamos era para compartir, así que los alfajores de dulce de leche que hicieron los más grandes debían alcanzar para toda la escuela, así como los medallones de chocolate, también.




Al promediar el paso de los días de aquel mundo en el que estábamos sumergiéndonos, me pareció totalmente comprensible que fueran las abuelas y abuelos, los que se hubieran integrado al juego primero, ya que ellos habían logrado volver a ese maravilloso niño interior. Éramos nosotros, los adultos “activa y socialmente aptos” los que seguíamos resistiéndonos a la alegría de lo primigenio, incluso después de haber descubierto que la realidad cotidiana la estábamos construyendo nosotros, viviendo cuatro horas al día dentro de Caramelandia, digo… de la escuela.  Las consultas de los abuelos se fueron incrementando y entonces propusimos, que ellos mismos se acercaran a la escuela a contarles “de boca en boca” a sus nietos sobre las historias familiares y la cocina.  Esos encuentros fueron únicos y mágicos (sin necesidad de aclarar donde estaba la magia…).
Todas las tareas cotidianas de la escuela comenzaron a tener que ver con ese mundo perfecto y así una clase de matemáticas de los niños de cuarto grado, se convirtió en  descubrir las proporciones de las recetas que estábamos elaborando, cómo multiplicarlas si queríamos hacer más alfajores o cómo dividirlas si cambiábamos los gustos. En geografía de segundo grado, exploraban los mapas para imaginar dónde podría estar Caramelandia en este bello planeta que habitábamos… o cuando en sexto grado los alumnos usaron la clase de computación para diseñar una campaña para la búsqueda del famoso libro.
A los pocos días me sorprendí al caminar por las calles del pueblo e ir encontrándome con un sin número de padres, tíos, abuelas, que se acercaban a preguntar informalmente, dónde debían “comprar” aquel libro del cual los chicos hablaban tanto. Mi respuesta era siempre la misma: “no está a la venta, está perdido y debemos encontrarlo”.  En general la insistencia y la necesidad de que la historia tuviera un sostén formal, me cortaba el paso… “¿está segura que no podemos pedirlo en Buenos Aires?”.
¡Todos estábamos jugando!


Y APARECIÓ!!





La “búsqueda” del libro perdido de Caramelandia, nos llevó tres meses de juegos, caos, sorpresas e infinidad de aprendizajes para TODOS los que participábamos. No olvidaré jamás el día que el libro apareció; habíamos salido en su búsqueda, en nombre de toda la escuela, el grupo completo de tercer grado, los niños de ocho años con sus maestras.  Al llegar al sitio donde podría encontrarse, hicimos todas las preguntas de rigor que nos permitían ir avanzando hacia nuestra ansiada meta; finalmente una vieja habitación en el fondo de una casa añeja del pueblo, contenía una gran cantidad de libros viejos en cajas… nos tomamos el tiempo de abrirlas hasta hallarlo. La ALEGRÍA fue única, y mientras todos los chicos querían tocarlo y tenerlo en sus manos, pronto alguien dijo: “préstenselo a Karem!!”.  Karem es una dulcísima y brillante niña ciega.  Ella lo tomó en sus manos, lo olió y sentenció: ES ESTE!! 
Pronto, todos hacían lo mismo; todos queríamos experimentar esa alegría con todos los sentidos.  Karem nos estaba enseñando otra forma de disfrutar y de mirar.



Hoy, casi seis años después de ese jugar, creer, disfrutar y crecer, comencé a averiguar entre esos niños algo más grandes, ya adolescentes qué recordaban de la experiencia, y comenzaron a llegar las respuestas que iré compartiendo sólo para subrayar una vez más que LA IMAGINACIÓN AL PODER es lo único a lo que debemos aspirar para el mundo de paz que deseamos, llegue.

Lautaro Lasso: estaba en ese momento en 2° y hoy ya termina su escuela con 12 años:


Hola me acuerdo que yo estaba muuuy entusiasmado y con mis amigos no parábamos de imaginarnos cosas, yo daba vuelta mi pieza y por más que siempre buscaba en el mismo lugar me daba igual porque de mi cabeza no salía que yo tenía que encontrar ese libro; siempre esperaba el momento para que me respondas esas cartitas en las que te preguntabas infinidades de cosas que vos con muchísimo amor nos respondías. El día que nos enteramos donde estaba, era en la casa de un hombre que le dicen Vaguito, en el sótano de esa casa.    Te mando besos: Lauti 

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